viernes, octubre 22, 2004

Desazón.

Nada hay más inmóvil que la tarde con su rutina de muertes que se acusan en las cortinas herméticas de las ventanas, en los destellos agónicos que evidencian interiores en reposo, en las rejas que frustran cualquier deseo de salir a la calle, con su iluminación débil que proyecta obeliscos sobre el asfalto.

Nada hay más amargo que una tarde gris y nublada de llantos, casi rota por un estridente relámpago. Llena de recuerdos de lo que aún no es. Y te busco en mil recovecos, remuevo recuerdos en dónde no sé si habitas. Y no te encuentro. Y te tengo aquí.

Y la tarde se pega al humo del cigarrillo que adquiere una tonalidad azul perenne. Tan sutil que se rompe en el mismo momento que una reminiscencia me dice que sigo en este mundo; lleno de penas, de anhelos, de risas, de llanto, de muerte y de vida.

Y me parece estúpido haberme sorprendido en plena calle por el aviso fúnebre y el responso por un hombre a quien nunca conocí y del que siempre me separó tal distancia, que ponerme a calcular ahora, tal vez, consultando un reloj o un calendario, no sería sino contribuir a ahondar aún más en esta inmovilidad de sombras y en este fétido olor a muerte.